Amigo, creo hay vigilias y
sueños míos y de muchas otras personas, mezclados en mi mente y aposentados en
alguna parte de mis ojos. Quizás sean esas miradas durante las cuales mi vista
ha sido impactada por rayos de luz disparados desde muchos otros pares de
potentes ojos, capaces de penetrar dentro de los míos. A ver, cómo pudiera
decirlo. Sí, es como si esas otras miradas se me metieran y desde mi óptica observaran el entorno, solo que, cada uno, sigue viendo lo que desea captar y a
la vez, sumar sus sensaciones al cuadro que está allá, en el fondo de
mis ojos, —sí, allá en las retinas de mis ojos—, como muy bien dicen los que
saben de música, “una pieza tocada a cuatros manos”, solo que este cuadro es
una mirada producida por múltiples observadores a través de los ojos de un solo
sujeto: los míos. Te preguntarás que ha ocurrido. Espera, sé paciente como he
sido yo para soportar esa intromisión y estar aún, hoy día, sin saber cómo
despachar a los intrusos.
Vamos al inicio de esta enredada situación. Aquí también me entra la duda de si es complejo o no, ese momento, o si solo es la costumbre de no mirar la parte trasera de cada instante.
Te cuento pues. Sobre la mesa tenía las pinzas de depilar y el espejo de aumento. De pronto, todo se convirtió en reguero de cosas sanguinolentas. Ahora que menciono sangre, ¿recuerdas el olor y el sabor de la sangre? Cuando de niños nos cortábamos, olíamos y probábamos nuestra sangre, sentíamos placer al chupar esa pequeña herida o pinchazo en nuestras manos o en nuestros dedos, lugares donde siempre eran tan comunes esta clase de accidentes (cuántas acciones primitivas que hacen nos parezcamos a los animales que lamen sus heridas para sanarlas) . Las cosas que hoy estoy mirando con mis ojos a la vez que con los de otros, me traen ese olor de sangre tibia, magnificado al ver los estertores de algunas de esas partes que aún palpitaban expuestas allí, sobre la mesa. Sí, estás impaciente, quieres que avance por una diagonal para llegar lo más rápido posible al final de mi historia. Cálmate, es necesario que detalle el escenario para que puedas meterte en los pormenores de lo que estoy contando.
Prosigo. Estaba depilándome. El día anterior había percibido un nuevo y diferente vello cerca del lóbulo de la oreja derecha, pelo que parecía mirar descuidadamente un objetivo concreto; sí, tal cual como lo has entendido; parecía un vello con identidad, parecía un sujeto, un individuo con todas las características del ser único, con huellas dactilares propias, ¡vaya uno a saber si en todos los lugares del Universo cada criatura no esté dotada, aunque solo sea de la más primitiva identidad! — solo iguales a sí mismos —. No era un vello como los que siempre me había arrancado. Sostenía el depilador en la mano derecha y me miraba en el espejo de diez dioptrías cuando lo descubrí. Alcancé a tasar su longitud de menos de un milímetro asomando por la boca de ese poro. Traté de agarrarlo con la pinza pero cada vez que jalaba sentía que una fuerza quería llevarse hacia adentro el depilador con mi mano y todo. Hice miles de tentativas, cambié tres veces de pinzas hasta que pude tenerlo fuertemente, así empecé a jalar con todas las fuerzas que me permitía mi debilucha y temblorosa mano. Miraba ese filamento sostenido con el depilador, observaba también el pequeño poro por donde asomaba el vello. Vi cómo iba brotando una materia blanda, cauchuda, como chicle, quizás más blando que un chicle masticado durante muchas horas. De un momento a otro ya no tuve necesidad de ayudarme con instrumento alguno porque, del poro, empezaron a brotar imparables, el vello y la viscosidad, cayendo sobre la mesa y siguiendo hacia mis pies, donde fueron ascendiendo por mis piernas y el resto de mi cuerpo, adhiriéndose fuertemente a él. No preguntes qué sentía. No. No sentía. No vivía, estaba petrificada pero dándome cuenta que no era a mí cuerpo que se enrollaban esa viscosidad y el pelo, sabía yo que era al cuerpo de aquél, aunque pareciera que estuviese ocurriendo en el mío.
Ambos lo sabíamos, también lo intuían los que miraban a través de mis ojos, aunque la verdad, ya no sé si esto es parte de una mala pasada que me estén haciendo los entrometidos antes mencionados, o alguna persona falta de oficio, o una pócima que me hayan hecho ingerir sin que me diera cuenta. ¡Aguanta, no interrumpas mi relato! Te diré qué creo respecto de lo que sentía él. Hay momentos conocidos por los que han vivido alguna vez un vértigo como éste, ellos se identificarán con lo que digo, hasta expresarán circunstancias y sensaciones semejantes tal como si les hubieran ocurrido estos hechos; esto es parecido a la resaca que produce el beber alcohol puro o montar en un carrusel que gira sin parar, que no lo detiene nadie, aunque le atraviesen mil palos.
Así era el sentimiento de angustia que él me transmitía y que todos estábamos viviendo simultáneamente. Él era la viscosidad, era el vello transformado en largo pelo negro, era también la mirada de los otros y la mía. Sí, estás en lo cierto. Todos los espejos nos regalan imágenes reales porque, las miradas que se hayan inmiscuido en su luna, nos ofrecen un porcentaje muy alto de verdades y concreciones, además de la sumatoria de miles de sucesos que a través de los ojos de tantos que se miraron en él, quedaron archivadas en su vidrio y más si se trata de un espejo de diez dioptrías como te lo conté hace un rato. Esto no ha sido un sueño. No lo sugieras, no lo admito, una mala pasada, tal vez; sí. Calla y sigue escuchándome.
Lo que te relato es cosa cierta. Sí, dije te dejaría saber cómo es su sentir. Si feliz o no, no lo sé. Sí sé que conoció a qué sabe o huele la congoja y que sabe de otras muchas cosas. Sabe por ejemplo que mantener la atención sobre algún objeto o un hecho cuando el observador no es uno mismo sino muchos dentro de sí, es como estar viviendo miles de días en una sola noche. Esa era su situación, la que intento describirte, que intuí cuando empezó el cuento del vello. ¿Qué siente uno cuando su yo integral ha sido desplazado de su sitio central para compartir nicho con infinitud habitantes? Solo sabe que corre peligro, que lo ronda la locura, que una fiebre inmanejable lo hará delirar. Sí, delirio era lo que tenía, también náuseas y mucha sed. Hilos de babas colgaban por las comisuras de su boca.
Fue sobre la mesa. Allí estaba el espejo de aumento. La luz del sol que entraba por entre las persianas había disparado un haz de rayos que rebotaron en forma de miles de universos. Allí estamos en este instante, en uno de esos mundos. Tan presentes y tan lejanos. Desde nuestro nuevo sitio divisamos allá, dentro de un ojo muy abierto, el cuerpo de una mujer tendida sobre algún posible génesis de recuerdos y olvidos. No ha despertado aún. Es en los ojos de todos los que la vemos, donde reside su esencialidad. Es a través de la sensación de nuestra vista que estamos unidos a ella. Es por intermedio del reflejo de la luz sobre el espejo que… No preguntes más. Calla. Esto es un mundo nuevo, aún no inventamos ni su pasado ni su futuro.
Te cuento pues. Sobre la mesa tenía las pinzas de depilar y el espejo de aumento. De pronto, todo se convirtió en reguero de cosas sanguinolentas. Ahora que menciono sangre, ¿recuerdas el olor y el sabor de la sangre? Cuando de niños nos cortábamos, olíamos y probábamos nuestra sangre, sentíamos placer al chupar esa pequeña herida o pinchazo en nuestras manos o en nuestros dedos, lugares donde siempre eran tan comunes esta clase de accidentes (cuántas acciones primitivas que hacen nos parezcamos a los animales que lamen sus heridas para sanarlas) . Las cosas que hoy estoy mirando con mis ojos a la vez que con los de otros, me traen ese olor de sangre tibia, magnificado al ver los estertores de algunas de esas partes que aún palpitaban expuestas allí, sobre la mesa. Sí, estás impaciente, quieres que avance por una diagonal para llegar lo más rápido posible al final de mi historia. Cálmate, es necesario que detalle el escenario para que puedas meterte en los pormenores de lo que estoy contando.
Prosigo. Estaba depilándome. El día anterior había percibido un nuevo y diferente vello cerca del lóbulo de la oreja derecha, pelo que parecía mirar descuidadamente un objetivo concreto; sí, tal cual como lo has entendido; parecía un vello con identidad, parecía un sujeto, un individuo con todas las características del ser único, con huellas dactilares propias, ¡vaya uno a saber si en todos los lugares del Universo cada criatura no esté dotada, aunque solo sea de la más primitiva identidad! — solo iguales a sí mismos —. No era un vello como los que siempre me había arrancado. Sostenía el depilador en la mano derecha y me miraba en el espejo de diez dioptrías cuando lo descubrí. Alcancé a tasar su longitud de menos de un milímetro asomando por la boca de ese poro. Traté de agarrarlo con la pinza pero cada vez que jalaba sentía que una fuerza quería llevarse hacia adentro el depilador con mi mano y todo. Hice miles de tentativas, cambié tres veces de pinzas hasta que pude tenerlo fuertemente, así empecé a jalar con todas las fuerzas que me permitía mi debilucha y temblorosa mano. Miraba ese filamento sostenido con el depilador, observaba también el pequeño poro por donde asomaba el vello. Vi cómo iba brotando una materia blanda, cauchuda, como chicle, quizás más blando que un chicle masticado durante muchas horas. De un momento a otro ya no tuve necesidad de ayudarme con instrumento alguno porque, del poro, empezaron a brotar imparables, el vello y la viscosidad, cayendo sobre la mesa y siguiendo hacia mis pies, donde fueron ascendiendo por mis piernas y el resto de mi cuerpo, adhiriéndose fuertemente a él. No preguntes qué sentía. No. No sentía. No vivía, estaba petrificada pero dándome cuenta que no era a mí cuerpo que se enrollaban esa viscosidad y el pelo, sabía yo que era al cuerpo de aquél, aunque pareciera que estuviese ocurriendo en el mío.
Ambos lo sabíamos, también lo intuían los que miraban a través de mis ojos, aunque la verdad, ya no sé si esto es parte de una mala pasada que me estén haciendo los entrometidos antes mencionados, o alguna persona falta de oficio, o una pócima que me hayan hecho ingerir sin que me diera cuenta. ¡Aguanta, no interrumpas mi relato! Te diré qué creo respecto de lo que sentía él. Hay momentos conocidos por los que han vivido alguna vez un vértigo como éste, ellos se identificarán con lo que digo, hasta expresarán circunstancias y sensaciones semejantes tal como si les hubieran ocurrido estos hechos; esto es parecido a la resaca que produce el beber alcohol puro o montar en un carrusel que gira sin parar, que no lo detiene nadie, aunque le atraviesen mil palos.
Así era el sentimiento de angustia que él me transmitía y que todos estábamos viviendo simultáneamente. Él era la viscosidad, era el vello transformado en largo pelo negro, era también la mirada de los otros y la mía. Sí, estás en lo cierto. Todos los espejos nos regalan imágenes reales porque, las miradas que se hayan inmiscuido en su luna, nos ofrecen un porcentaje muy alto de verdades y concreciones, además de la sumatoria de miles de sucesos que a través de los ojos de tantos que se miraron en él, quedaron archivadas en su vidrio y más si se trata de un espejo de diez dioptrías como te lo conté hace un rato. Esto no ha sido un sueño. No lo sugieras, no lo admito, una mala pasada, tal vez; sí. Calla y sigue escuchándome.
Lo que te relato es cosa cierta. Sí, dije te dejaría saber cómo es su sentir. Si feliz o no, no lo sé. Sí sé que conoció a qué sabe o huele la congoja y que sabe de otras muchas cosas. Sabe por ejemplo que mantener la atención sobre algún objeto o un hecho cuando el observador no es uno mismo sino muchos dentro de sí, es como estar viviendo miles de días en una sola noche. Esa era su situación, la que intento describirte, que intuí cuando empezó el cuento del vello. ¿Qué siente uno cuando su yo integral ha sido desplazado de su sitio central para compartir nicho con infinitud habitantes? Solo sabe que corre peligro, que lo ronda la locura, que una fiebre inmanejable lo hará delirar. Sí, delirio era lo que tenía, también náuseas y mucha sed. Hilos de babas colgaban por las comisuras de su boca.
Fue sobre la mesa. Allí estaba el espejo de aumento. La luz del sol que entraba por entre las persianas había disparado un haz de rayos que rebotaron en forma de miles de universos. Allí estamos en este instante, en uno de esos mundos. Tan presentes y tan lejanos. Desde nuestro nuevo sitio divisamos allá, dentro de un ojo muy abierto, el cuerpo de una mujer tendida sobre algún posible génesis de recuerdos y olvidos. No ha despertado aún. Es en los ojos de todos los que la vemos, donde reside su esencialidad. Es a través de la sensación de nuestra vista que estamos unidos a ella. Es por intermedio del reflejo de la luz sobre el espejo que… No preguntes más. Calla. Esto es un mundo nuevo, aún no inventamos ni su pasado ni su futuro.
Ana Lucía Montoya Rendón
Noviembre 2013
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