Han sido borrados todos los caminos hacia la casa vieja, también
fueron borrados con infinitas capas de niebla, aquellos mantos dorados que
cubrían las primeras horas del día; borrados la vaquita, su ternero y “la
postrera” y los ojitos de rocío sobre la hierba. Todo nos lo borraron. Solo
queda cerrar los ojos e imaginariamente recorrer tantos rostros para buscar en
cada uno el aroma de azahares de los cafetales o los naranjales florecidos, el
sabor de los “tragos”, y la ingenuidad brillante de los amaneceres cundidos de
trinos, arrullos y relinchos. Queda buscar en alguna parte del recuerdo aquella
mesa con el dibujo del “triqui” y de nuevo ver las facciones curtidas de los
trabajadores, iluminadas por la luz inquieta de una vela. Tratar de escuchar de
“aquella voz” las historias de Peralta, Pedro Rimales y la Patasola mientras,
de los costales, entre todos, escogían el café bueno de la “pasilla”. Hay que
revisar si debajo de los párpados aún baila el resplandor de la última
molienda. El recuerdo huele a melado de caña y al aliento de las bocas de
aquellos hombres que bebían “tapetusa” y fumaban cigarrillos Pierrot, El Sol o
Piel Roja. Se revuelve y se solaza la memoria sobre la tierra colorada del
patio de la finca mil veces rayada de serpientes “rabo de ají” y de comadrejas
vespertinas alborotando el gallinero. A esa hora de la tarde olía a fríjoles
con coles, a arepas, a chicharrones, a claro de maíz con leche o a tetero (agua
de panela caliente con leche). Aparecen y desaparecen todas esas imágenes
detrás de la casa de bahareque. Coquetean buscando el olvido, buscando raspar
del alma aquellas huellas. Viajar así es saltar sobre la cuerda floja y caer en
cualquiera de los picos más altos de aquellas cordilleras. Ni vivir, ni morir.
Quedarse allí, simultáneamente dentro de todas las páginas de esa historia que,
por épocas, se diluye confundida entre azúcares y llanto. Así la memoria tiene
el sabor del desarraigo.
Ana Lucía Montoya Rendón
Marzo 5, 2015
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