—Recuérdenme
dónde diablos está la otra orilla y en qué esquina de la plaza está el farol
que ya he mentado. Quiero ir a colgar en él mi mochila porque el perchero de mi
casa se ha quedado manco —dijo la sombra mientras paseaba por la estancia. — ¡Refresquen
mi memoria!— Repetía, sin dejar de caminar, amasando entre sus manos trozos de
periódicos amarillentos.
—Se
apagó su voz y su aliento. ¡Ha muerto!— Repetían mientras él los escuchaba
desde lo más profundo de un dulce sopor. Veía feliz que ahora sí se disolvían
sus entintados tormentos.
—
¿Recuerdan cómo caían al tiesto los picadillos de los viejos periódicos y cómo,
desde el goteo de tinta, se deslizaban los personajes de las noticias
amarillistas?— Pensaba desde la catalepsia que le habían creado.
—Mire
señor, en esa gota se confunden los niños abusados y las madres muriendo de
pena por sus hijos hambrientos y, en esa otra gota, chilinguean los xenófobas,
pedófilos y los nada. Hay gotas de tinta con el color y la densidad del odio y
con el tono de las facciones, hay gotas de tinta trémula sobre la piel de las
mujeres marcadas con señales de bisturí; otras gotas están horadando el corazón
de los corruptos... hay gotas tristes queriendo romper un vaivén, ése de la
tendencia de ir de la zurda a la diestra. Aquella otra gota se debate entre
húmedos puntos y comas y, allá, un poco más lejos, mezclados de manera morbosa,
están los puntos suspensivos sin saber qué hacer ante esas gotas igualitas al
llanto de los desvalidos.
—
¿Ve, señor, el porqué de mi insistencia en observar cómo duermen esas gotas de
tinta? Digo mejor, duermen en los textos del periódico el sueño de los muertos.
Ya nada los revivirá.
Capítulo
cerrado.
Ana
Lucía Montoya Rendón
Mayo
2012
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