Ha habido días con ese característico olor de lo extraño, días desdibujados que jamás podrían mirarse en el espejo por brujos con su cara de enigma. Son días tan largos como aquellas sombras habitantes del ocaso. Así fue aquél que, sin avisar, entró. Sus pasos eran mudos, sin resonancia, como motas sobre brumas, blanditos como las pisadas de los gatos. Era un ser invisible para el resto del mundo, como casi todo lo que hoy existe. No pude acomodarlo dentro de mi casa ni dentro de mí y aun así se quedó hasta que el nuevo lo sacó de golpe. Casi nunca los tomo en cuenta, y así como vienen se van, sin haberme sacado de mis rutinas; durante sus estadías compartimos aire, temperatura, palpitaciones, gustos y disgustos, en fin, todo, durante exactamente veinticuatro horas, ni un instante más, ni uno menos. Pero, éste que vino, que todo el tiempo estuvo callado, aturdió con su presencia mi alma, era como sentirlo sentado sobre mi pecho, con todo el peso que tienen la arena y el agua juntas; dejó en mi boca el sabor amargo de la pura sal y, a través de lo que reconozco como mi tiempo, pude saber del tamaño de la Eternidad. Presentí que era de la misma esencia de la Muerte, que había venido para amancebarme, sin embargo, manso se dejó sacar por el siguiente visitante. Entró por un punto indefinido y por allí mismo se fue. Nosotros, los humanos, a todo le oponemos resistencia, damos miles de vueltas para llegar o para irnos y, con disfrute morboso, enredamos lo que por naturaleza es primario, simple. No sé cómo podría recibir de nuevo a uno como ése sin definitivamente morir. Las horas que estuvimos juntos me permitieron saber cómo son las cadenas que se han encarnado en aquellas almas embutidas en la piel de un presidiarios, en las que, el reo, su celda y la pena que purga, son idénticos a un infinito gris plomizo… Hay días de ese color, así, como balas.
Ana Lucía Montoya Rendón
Junio 18, 2015
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